Una de las características que se debe tener en mente sobre México, al tocarse temas económico-financieros, es la configuración de su sector empresarial y el tipo de compañías que lo componen.
En México, el 99.7% de las empresas son micro, pequeñas y medianas (Forbes México, 2015); de estas, el 100% son del tipo personal, unifamiliar o bifamiliar. Al presentarse lo anteriormente mencionado, las sociedades mexicanas y sus accionistas son, desde un punto de vista práctico, la misma persona. La persona moral y su dueño se mezclan en una sola unidad económica, dentro de la cual no se distingue claramente en dónde comienza el negocio y en dónde su propietario o fundador.
Si el accionista es económicamente poderoso entonces la firma poseerá, por reflejo, poder económico. Pero si el empresario no tiene una amplia capacidad económica, como llega a suceder en muchos casos, la sociedad será débil; cuando menos, hasta que logre producir su propia fuerza monetaria a través de arduos años de esfuerzo (Marín Ruiz, 2008).
Debido al hecho de que empresa y empresario se mezclan y se diluyen en una misma persona, los recursos de uno son los del otro y viceversa. Bajo esta óptica, los socios de las compañías se deben de preocupar por proteger su patrimonio y en consecuencia deben tener siempre presente, durante todos los días y horas de labor, la razón por la cual el negocio que dirigen fue constituido, y encaminar todos sus esfuerzos personales y corporativos para conseguir estos fines; sin olvidar la administración eficiente de todos sus recursos, materiales y humanos.
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